En un contexto peculiar del país, que transitaba un año de desatabilidad y que concluiría con los tristes episodios del 19 y 20 diciembre, la televisión argentina rompía sus estructuras con la puesta de Gran Hermano. Un formato novedoso, ver el desandar de personas encerradas en una casa. Era el 2001 y esa generación quedó en el recuerdo, como el caso de la bella Tamara Paganini.
La rubia causó furor con el transcurso de las semanas, su carácter fuerte, su lengua filosa y su belleza la catapultaron a un idilio con el público. No pudo en la final con Marcelo Corazza, aunque muchos creyeron que la votación no fue del todo cristalina.
Después de salir de la casa más famosa se mantuvo como figura, fue tapa de revistas, desfiló por todos los programas de televisión. Luego estudió formalmente teatro y participó de tres obras: Gitana, Pobre pero casi honradas y Mi tío es un travieso. En diferentes etapas deseó formarse e iniciar una carrera como actriz, pero también reconoció que el estigma de Gran Hermano le jugaba en contra.
En un momento de su vida tomó la decisión de esfurmarse, desligarse de toda connotación pública y se sumió a un perfil bajo. En algunas oportunidades develó que no le hizo bien estar en GH y que si pudiera retroceder el tiempo no ingresaría a la casa.
Hace ocho años que disfruta del amor junto a Sebastián Cavalieri, hijo del conocido Armando que es el dirigente máximo del Sindicato de Empleados de Comercio. En sus redes sociales, que son privadas, se exhibe divertida, con la misma alegría y verborragia de antaño. Sube videos entretenidos, muestra a sus gatos, arma algunas coreografías con amigas, siempre con la sonrisa a flor de piel.
Tamara Paganini no extraña la exposición, no la necesita, es feliz con su actualidad, alejada de los flashes y de los pisos de televisión.